Mis suplicios infantiles frente al televisor de bulbos

Eloy Garza González

En estas fiestas decembrinas recuerdo que de niño yo tuve un balero, unas canicas y un televisor. Las tres cosas me servían como pasatiempos infantiles, pero las dos primeras fungían como coartada perfecta para ocultar mi verdadero entretenimiento: la televisión. 

Yo, como todos los miembros de mi generación, no fui jamás un niño, fui un espectador.

El atrio donde oficiaba ese prolongado culto, era un televisor del tamaño de un becerro, visto de lado, puesto en el centro de la sala.

Era una pantalla cóncava, con marco de madera de roble y unas antenitas de lámina que le salían por detrás, como dos cuernitos escuálidos.

El televisor era de bulbos, con la pantalla en blanco y negro y tardaba buen rato en encender.

A veces — y aquí mis recuerdos se tornan en perfecta pesadilla — pasaban los minutos y el cristal de la pantalla seguía en su gris triste y descorazonador: augurio funesto de que el becerro metálico estaba enfermo.

Cada domingo, después de un sueño agitado, yo me despertaba convertido en un espectador. O más bien, en un aspirante a espectador.

Minutos antes de las ocho de la mañana, cuando comenzaba la barra de caricaturas matutinas, aún con el pijama puesto, yo enchufaba temeroso el aparato, aplanaba el botón del encendido, y me mordía las uñas a la espera de que los caprichosos bulbos cumplieran su venturosa función.

A veces, los minutos pasaban, la esperanza se secaba gota a gota, y yo debía resignarme a la cruel e irrebatible verdad: los bulbos estaban fundidos.

Entonces, como hace cualquier niño de siete años, envuelto en su inocente candor, susurraba la frase catártica, con la cual desfogan todos los infantes de México sus ensueños e ilusiones irremediablemente perdidos: “maldita tele jodida”.

No fueron pocas las veces en las que el televisor me jugó esa mala pasada mientras mi mamá (en mala hora) iba camino a la cocina y alcanzaba a oír mi frase catártica. Las cosas empeoraban para mi con un cachetadón bien puesto en mi tierna boquita infantil.

Así que decidí cambiar mi circunstancia vital por una estrategia de índole metafísica. Dicho de otro modo, recurrí a la religión.

De manera que recién levantado los domingos para ir al televisor, solía enchufar el aparato, aplanaba el botón del encendido, y juntando las palmas de mis manitas, imploraba: “que prenda, que prenda”.

Lo hacía con una convicción tan profunda que podría ganarle al

propio San Francisco de Asís si de concurso de rezos se tratara.

Confieso que por lo general, se me cumplió el solicitado milagro. Mis ruegos recibían respuesta divina literalmente con una iluminación frente a mis ojos.

La zarza ardiente comenzaba a hablar. Aparecía Spiderman o Birdman o Linterna Verde y yo me sentaba extasiado en el suelo, en posición de loto. Es la mejor imagen que guardo de la felicidad.

Decía el ex Presidente José López Portillo que él había perdido la fe a los siete años leyendo a Hegel (no se rían, así lo dijo el tarado).

Yo en cambio les aseguro que el cielo ganó un alma generosa y noble (o sea yo) para el rebaño celestial, viendo caricaturas por televisión. Ya se sabe que los caminos de Dios son inescrutables. Al menos por un tiempo, porque luego ya de joven volví a las andadas y aquí sigo pecando. Ni modo: ni que fuera gripa.

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