A Jaime Rodríguez Calderón

Eloy Garza


Hace justo una década, una vieja encorvada salió de su casa a comprar un litro de leche. 

Caminó varias cuadras con una pañoleta en la cabeza y una bolsa de plástico colgando del antebrazo derecho hasta encontrar un tendajo de quinta, mal iluminado por un anuncio de neón que prendía y apagaba intermitente. 

Un negro fornido en camiseta sin mangas atendió a la vieja. 

Varios vándalos se adelantaron para pagar primero. El negro los paró en seco: primero la anciana, les dijo. 

Ella sacó un monedero desgastado, vaciló porque no supo contar las monedas en su mano y soltó un lloriqueo de niña sorprendida en falta. Los vándalos se burlaron de la mujer. El negro llamó a la policía.

Este despachador comprensivo con la gente de la tercera edad nunca supo que esa anciana de mirada ausente, con una pañoleta en la cabeza como cuidando una migraña imaginaria y una bolsa de plástico colgando del antebrazo derecho, había cambiado la forma de hacer política en el Siglo XX. 

Y lo hizo sin derramar una sola lágrima, sin mostrar el menor signo de debilidad, sin tentarse el corazón a la hora de reprimir sindicatos, bombardear islas lejanas, vulnerar el marcado laboral, poner en su lugar a los propios amos y señores de su Partido Conservador y abrir las compuertas a la marea incontenible del libre mercado. 

En sus buenos tiempos la apodaron “La Dama de Hierro”. Se llamaba Margaret Thatcher. 

Como estadista, doña Margaret albergó en su mente un cúmulo de contradicciones. ¿Fue estatista? No. ¿Necesitó un Estado fuerte para lograr su Revolución Neoliberal? Sí. 

Moraleja: no hay garantías individuales, derechos civiles, reformas estructurales, que no requieran de un Estado fuerte, de un gobierno robusto para cumplir cualquier gestión exitosa. 

Por eso el mejor aliado de Thatcher, llamado Ronald Reagan (las cifras históricas no mienten), incrementó en su país la burocracia, 

ensanchó el aparato de la Casa Blanca y elevó la deuda pública a niveles sin precedentes. 

La propia Thatcher como primera ministra no desapareció sino que reforzó en su periodo la seguridad social británica. Incrementó los impuestos e inventó otros más radicales. 

Reprimió con mano de hierro las protestas sociales en Trafalgar Square incrementando las partidas policiacas. Ganó la Guerra de Malvinas aumentando el gasto militar. El suyo fue un gobierno duro y rudo: nada de medias tintas.

Thatcher fue la contradicción en esencia. No redujo el poder del gobierno: lo incrementó. Dijo que convenía limitar los alcances del “monstruo frío del Estado” (así lo llamó Nietzsche) pero hizo todo lo contrario en la práctica. 

Cierto: privatizó algunas empresas paraestatales. Pero el poder público lo dejó intacto.

Sin embargo, no quiero extenderme en este artículo explicando las contradicciones ideológicas de doña Margaret sino bordando sobre el destino común de cualquier personaje poderoso: tarde o temprano perderá sus fueros, su poder y su influencia: como todo ser humano, nuestra peor prisión es o será nuestro propio cuerpo. 

Declive y decrepitud. No hay opción. 

El negro fornido que despachó un litro de leche a una anciana amnésica hace más de una década supo finalmente que su cliente pérdida en la niebla del olvido era Margaret Thatcher. Pero no le importó. “Al paso del tiempo” aseguró a la prensa de entonces, “yo estaré en las mismas condiciones que ella, o quizá peor, y de nada me servirá haber sido despachador de tienda de abarrotes o primer ministro”. 

La vida, no tus enemigos, ni tus justicieros, son inclementes, Jaime Rodriguez Calderón.

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