El Año Nuevo comienza en marzo

Francisco Villarreal

Aunque antaño celebraba yo con bastante y alcohólico entusiasmo el año nuevo, hogaño me vuelto cada vez más renuente. Luego de concelebrar algunas tradiciones de la “noche vieja”, ahora las veo con alguna desconfianza. Ninguna de ellas cambió algo en el año posterior… O bueno, sí cambió algo: la esperanza por la decepción. Las cosas buenas o malas llegaron con itinerarios muy ajenos al calendario. 

Por alguna extraña razón somos adictos a los ciclos (aniversarios, jubileos, sexenios, trienios, noviazgos…). Tal vez nuestros ciclos sean una mala copia de la Naturaleza, que se reinicia siempre. Para nosotros, humanos, reyes de la Creación, “cerrar” un ciclo nos ofrece la aparente oportunidad del clásico “borrón y cuenta nueva”, básicamente ante nuestros fracasos y frustraciones. Y sí, puede ser un buen recurso para tomar impulso, salvo porque solemos usarlo para iniciar la carrera sobre la misma ruta cíclica; con mucho ánimo, eso sí, aunque tarde o temprano regresemos al mismo lugar.

Como todos los ciclos humanos, el año es un ciclo convencional. Cayo Julio César, en el siglo I a. C., y el papa Gregorio XIII, en el siglo XVI, son los responsables del calendario solar que nos rige, incluso paralelamente a otros como el judío, o el musulmán, o la tanda. No fue fácil planearlo. Don Gregorio incluso tuvo que mandar a la papelera de reciclaje diez días que nunca amanecieron, y se siguen eliminando días cada cierto tiempo. Tampoco fue fácil imponerlo. Todavía en el siglo XX había países que no adoptaban este calendario civil.

Aunque don Julio y don Gregorio pretendían armonizar los tiempos civiles con los ciclos naturales, al final se impusieron los primeros, y la primavera, que inicia el ciclo natural, llega meses después del equinoccio. La Naturaleza, que no es igualitaria sino equitativa, empieza su ciclo en marzo en el hemisferio norte, y en septiembre en el hemisferio sur. Y háganle como quieran.

Esto nos lleva a ser bastante ridículos y hasta pretenciosos al suponer que la Tierra entera celebra una vuelta más alrededor del Sol la noche de San Silvestre. Para ser exactos tendríamos qué saber el momento exacto en que empezó a orbitar. Como eso es imposible, sí podríamos codificar nuestras convencionales eras pero a partir de los ciclos de la naturaleza. Los animales, tan irracionales dizque, son más sabios, la vegetación incluso. Es sólo cuestión de ver alrededor para saber que animales y plantas están celebrando el inicio del año… y nunca en enero.

Muy en el fondo, nuestro íntimo animal enjaulado, también sabe. Recuerdo cuando daba clases en prepa. Marzo era un mes particularmente agitado en las aulas. Con el tiempo, aquellos jóvenes, como lo hice yo mismo en su momento, como lo hacen todos los humanos, acallamos para siempre a aquella querida bestia para adherirnos a la religión universal: el convencionalismo. Inventamos nuestro tiempo y nuestras edades mirando al cielo no al suelo que pisamos.

Al final de este año civil 2021 parece que seguimos mirando al cielo, como bobos. En medio de un repunte epidémico, la mayor tradición de año nuevo, el abrazo, tiene ahora un alto riesgo de contagio. ¿Alguien quiere privarse del abrazo? ¡Claro que no!, nos sentimos demasiado solos. Lo que nos lleva a los propósitos de año nuevo, tan festivos, tan ingenuos. El primer propósito debía ser superar la epidemia, y los abrazos no son un buen comienzo.

¿La prosperidad? Todos la deseamos, pero es una dama caprichosa que cede ante muy pocos. Ni en mundo, ni en el país, ni el estado, se augura más prosperidad que la que pocos obtendrán a partir de la ruina de la mayoría. Los impuestos prediales, por ejemplo, aunque sé que son un mal necesario, hubieran sido menos agresivos si todos los pagaran siempre, en tiempo y forma. La realidad es que al margen de las decisiones oficiales, el predial lo pagamos justos por evasores, para variar.

Pero ya que inventamos el fin de año para comer, retozar, embriagarnos y darnos el lujo de demostrar o fingir afecto, será mejor que lo celebren en grande. El 2022 no pinta nada bien. De hecho no pinta, y creo que desde ahora sangra. Si antes algunos querían desaparecer los años de confinamiento y zozobra, hoy nos urge un Gregorio XIII que reforme este calendario y omita el calvario, no sólo de diez días sino de un año entero. Saltarnos hasta el 2023, lo que de paso también abreviaría el sufrimiento de los ciudadanos de algunos municipios que padecen administraciones insufribles.

Se avizora un panorama tan desolador que hasta mis buenos deseos están especialmente marchitos, así que voy a omitirlos. Sobre mis propósitos de año nuevo, tendré que hacer trampa anticipándome a la economía y al desastre social: dejar de fumar (ya no podré comprar cigarros), bajar de peso (el alza de precios se encargará de eso), encontrar a mi alma gemela (puliré el espejo)… No me propondré salvarme de la cepa Ómicron, porque no depende de mí, y es evidente que a todos les importa un comino y suponen que con un cubrebocas cubriendo la barbilla y haciendo fila en un drive thru ya están a salvo. Además la letra Ómicron es un ciclo y al pronunciarla siempre nos pondrá cara de estupor y de “¡sabrá Dios!”.

Por ahora no voy a desear feliz año nuevo a nadie, no quiero que a mediados de enero me empiecen reclamar por incumplido. Por lo pronto, coman, beban, bailen, canten, disfruten los excesos. Recordar eso durante el 2022 aliviará un poco la carga que nos prepara. Yo mejor espero a marzo y, si sobrevivo, con gusto les comparto la felicidad de la Tierra renovándose. Algo nos contagiará de su alegría. Porque, lo dicho, aquí, en este rincón fosfo y olvidado de Dios, el año nuevo no empieza en enero, sino en marzo. Y háganle como quieran.

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