La noche de los 5 Gritos.
Irreverente
Plácido Garza
Les platico: lo que menos me gustaba del caldo de gallina que preparaba todos los 15 de septiembre mi abuelita, era la forma en que mataba a las gallinas.
En el traspatio de la casa donde vivíamos en el Centro de Monterrey, había un corral. Le decíamos el “patio de tierra”, porque casi al frente estaba el “de cemento”.
Era una casa que casi atravesaba la manzana de calle a calle.
Y como casi todas de las de antes, nomás tenía un baño. Bueno, había otro más o menos armado en un cuarto que estaba justamente al final del patio “de tierra”.
Ahí mi abuelita tenía a un montón de gallinas y uno que otro gallo, que se rodeaban de pollitos cada cierto tiempo.
Comíamos pollo más veces que carne porque ella decía que no era lo mismo criar aves que reses y por eso, la carne roja no era propia de una casa donde vivíamos en la “generación del O”.
O teníamos esto o teníamos lo otro.
No como sucede ahora, que muchos chavos forman parte de la “generación del Y”.
Quieren esto… y también lo otro. A esos yo les llamo así, la “generación del Y”, en vez de los “millenials”.
Bueno, pues solo se comía en la casa caldo de gallina, las noches del 15 de septiembre.
Mi abuelita decía que no se podía dar el lujo de matar a las gallinas por “razones humanitarias”.
Era su versión para hacernos ver que si lo hacía, equivaldría a matar a la “gallina de los huevos de oro”.
Cada vez que cenábamos caldo de gallina, eso significaba que estaba matando la posibilidad de que aquella familia ampliada comiera huevos y carne de pollo durante un buen tiempo.
El caso era que había escogido como fecha de aquella ceremonia culinaria, el 15 de septiembre, porque cuando mataba a las gallinas cogiéndolas del pescuezo y agitándolas hasta que se quedaba solo con la cabeza, emitían unos gritos que ella decía se parecían a los que emitían los presidentes, los gobernadores y los alcaldes al dar “El Grito de la Independencia”.
Vivíamos más o menos cerca del Palacio de Gobierno, a más o menos la mitad del camino de éste al del Municipal.
Cerquita de la Plaza Zaragoza.
O sea que desde que yo me acuerdo, oíamos en lontananza dos gritos, el del gobernador y el del alcalde en turno.
Eso sucedía en la noche, porque en las mañanas de ese mismo día, yo también oía el grito de las gallinas al ser despescuezadas por la matancera en que se convertía mi abuelita.
Y así fui creciendo y cuando aprendí la palabra “plañidero”, le puse como calificativo al grito de las gallinas, de los gobernadores y de los alcaldes, ese adjetivo de escritura tan elegante y que muy poca gente usa hoy en día, porque nuestro hermoso lenguaje se ha ido extinguiendo ante la influencia de los acrónimos, de los símbolos y del lenguaje cibernético, que se asemeja más a un dialecto mal parido y peor vivido que a una lengua.
Siempre que leo la jerigonza en que muchas personas se expresan en esta pandémica época, vienen a mí las palabras de Antonio Machado: “El lenguaje es un don de Dios”.
Y a esa célebre expresión del bate español de la generación del 98, yo le agrego: y nosotros cometemos sacrilegio al degradarlo de tan cruel manera.
Así según les platico, todos los 15 de septiembre fueron para mí por mucho tiempo, no la Noche del Grito, sino la noche de los tres gritos: el del gobernador, el del alcalde y el de las gallinas.
Cómo me hubiera gustado vivir alguna vez en México cerquita del Palacio Nacional, porque de así haber sucedido podría estarles platicando hoy de mis recuerdos de las noches del cinco gritos:
El del gobernador, el del alcalde, el de las gallinas de mi abuelita, el del Presidente y el plañidero del pueblo, por los malos gobernantes que tenemos.
¡Viva México!
CAJÓN DE SASTRE
¡“Viva México!”, grita la irreverente de mi Gaby, mientras cenamos ella y yo solitos… nuestro tradicional caldo de gallina reservado todos los años para la noche del 15 de septiembre…
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