La Quina, el líder sindical que fue más poderoso que Jimmy Hoffa | Por Eloy Garza
Por: Eloy Garza González
Finales de los años ochenta. “Yo nada más te lo pongo en suerte”, me dice Joaquín Contreras Cantú, alcalde de Tampico, soldado del PRI (así se decía entonces), enclave del Sindicato Petrolero. Todo un figurín, cabello untado de vaselina, estampa de gabacho. Por eso le apodan El Cremas. “Ándale, súbete a la avioneta, pero de volada”.
Y yo pensando: me van a bajar, nomás caben seis y ya van cuatro arriba. Y el líder seguro vendrá con Barragán Camacho. “Tas loco, ellos nunca viajan juntos. ¡Figúrate que se caiga el aparato! ¿Qué sería de los petroleros a falta de ambos? Y Contreras no rezuma sarcasmo, ningún dejo de ironía. Una sonrisa esquinada, una chispa en sus ojos borrados.
Yo le diría al líder: “señor, mi papá es petrolero. Quiero pedirle para él, si no es molestia, si se puede, si no le causo disgusto…” El lenguaje untuoso, enmielado de la grilla mexicana. Y llegaba el líder en una camioneta Chevrolet. Valió madre, viene con la esposa: seis exactos. Aquí se acabó el corrido.
Pero no. Camina el líder, chaparro, su guayabera de yute, su bolsillo repleto de plumas Parker, pantalón de terlenca, folders revueltos, planos. Despide solemne a su señora. Sube la escalerilla de prisa, apurado, como borracho, pero no toma ni una gota de alcohol. Es abstemio. Y vegetariano.
“¿Y éste chamaco quién es? ¿Es tu asistente, tocayo?” Nadie responde porque nadie miente a Joaquín Hernández Galicia, “La Quina”. Los líderes vitalicios no esperan repuesta. “17 millones de hermanitos míos”, dice de los petroleros. No de todos: nada más la tropa, obreros, técnicos e ingenieros. Millonadas para ellos, parejos. Pinta su raya de superintendentes para arriba. Aunque él los pone. Él los palomea. Los contratistas sólo si son amigos, si son del gremio. Si no, ni un peso de Pemex.
Giran con estruendo las hélices y se ensordece la voz aguda, imperativa. Se clavan los ojos tras los lentes en los planos. Los examina con más pericia que un ingeniero. Ni un minutos de reposo, porque los líderes no descansan nunca. “Yo solo quiero pedirle, señor Hernández, si es posible, si me lo permite”, le doy vueltas en mi cabeza a mi petición. ¿Cómo plantearla? Tendré que ser breve, derecha la flecha. No más de dos, tres minutos cuando mucho. Pero se atraviesa Contreras. Acapara la atención del líder con la oportunidad del político curtido. Muletazo. “Yo nomás quiero pedirte, tocayo, si te parece, es decir, si tienes a bien…” A ver, al grano. ¿De qué se trata? ¿Líos de falda? ¿Cómo se llama la vieja? “Nombre, no. Para nada. Es que aquellos me ofrecen un puesto, el cargo que ayer te comenté. Y pues pido tu visto bueno, tu autorización, tu beneplácito, pero ya sabes, lo que ordenes, tú mandas”.
La Quina indaga por un compadre mutuo: ¿cómo se llama este amigo que es escritor, muy leído el cabrón, le gustan los toros y echarse sus carambolas conmigo”. Veo mi oportunidad, yo que no soy político pero en el aire las compongo: “Rafael Ramírez Heredia, señor, así se llama”: Ándale, ese mero, buen pelado, chingón para la pluma. “Y fue torero, señor, y fue campeón de los guantes de oro, señor, y es amiguísimo de mi padre, señor, ¡uy, si viera!”. Para dar pie al líder a que me pregunte: ¿pues quién es tu padre, muchacho? Pero el líder calla, reflexivo, imprevisible, de regreso a sus planos y a sus fólders. Pura talacha. Nada de distracciones.
Y al cabo de un rato: “Salinas no llega porque no llega. Me corto los huevos si se muda a Los Pinos. No va a durar. Mató a la chacha cuando era niño. Junior de mierda ¿No se saben esa? A que no se la sabían. ¿Verdad? Fue con una carabina. Contra la pared, pas, pas, pas. ¡Al suela la chacha, bien muerta!”
Se desvanece mi plan secreto. El vuelo agota sus horas: “señor, quiero pedirle si se puede, si es posible…”. Y La Quina: “¿y tú a qué te dedicas, muchacho?”. “Es periodista, tocayo”, responde Contreras, adrede, como para desviar la atención. Siento entonces el peligro inminente. El sudor frío. El nervio. Un periodista es como un soplón, un chivato, un delator. Imagino la puerta de la avioneta abriéndose y yo arrojado al vacío. Hasta la vista. Miren como papalotea el chamaco en el aire.
“Yo le tengo mucho aprecio a la gente leída” medita en voz alta La Quina: “respeto a los hombres de letras y tú eres un literato, muchacho, porque te juntas con uno de ellos. Ponte a escribir verdades, cuenta de mi, de lo que es el Sindicato, pero métele tanates. Que no te alquilen la pluma nunca. Eso grábatelo en la cabeza, en el corazón, en el alma. ¿Estamos?”. Y eso hago, al pie de la letra, más de treinta años después.
Planea la avioneta, desciende en el aeropuerto de Reynosa. Horizonte de chaparros y maleza tupida. Quizá hemos salvado la vida. Al menos yo. Las letras me pusieron un escudo. Así lo pienso hasta ahora. Aunque a mi padre no le dieron el cargo que quería: el sindicato nunca lo ayudó. La Quina se pone bajo el hombro los planos y los fólders. Apenas voltea a ver a Contreras: “Acepta el puesto ese que me dices, tocayo. Pero mantenme informado. Salúdame a tus hijos y a tu señora esposa”.