La vida en Monterrey en medio de la pandemia | Eloy Garza

Eloy Garza González

Los regiomontanos somos muy tocones. El ritual de la cortesía en Monterrey pasa por cuatro fases: hacer compadre “ipso facto” al desconocido, regalar el bien inmueble propio («esta es tu casa compadre»), subordinarnos a quien tenemos enfrente aunque no lo conozcamos («para servirte, estoy a tus órdenes»), y manosear sin límites al otro (abrazos, besos y palmadas en la espalda entre varones). Como que nos caen mal los omoplatos de los demás porque nos encanta palmear fuerte la espalda ajena. Luego recalcamos, como si hiciera falta: «pero es en serio, compadre, esta es tu casa». La flema británica desconfía de esta cortesía excesiva y desbordante: ¿por qué me regalas tu casa? ¿por qué me quieres de patrón de buenas a primeras? ¿por qué me acaricias tanto si ni te conozco? ¿Qué traes contra mis omoplatos?

La pandemia del coronavirus vino a trastocar esta tradicional cortesía regiomontana, donde muchos padres incluso tienen la costumbre de besar en la boca a sus hijos: ya no más apapachos de saludo y despedida, ya no mas abrazos abruptos; ya no más palmadas sin que vengan a cuento. La sana distancia es un nuevo código de urbanidad. Y pone en positivo lo que en Monterrey era hasta hace poco un rasgo negativo: «pinta tu raya». De ahora en adelante, pintaremos nuestra raya.

El mundo entero decretó el distanciamiento social. ¿Hasta cuándo? No lo sabemos: no hay plazo. Por raciocinio, por orden público, por prudencia, por medida sanitaria, el otro te sacará la vuelta, te dará la espalda, te apartará de sí. Y está bien, es una reacción adecuada: la salud es primero. Pero es un hecho que la nueva normalidad está configurando una urbanidad distinta: lo que yo llamo «la nueva pandemocracia», que resucitará rituales milenarios, hasta fechas recientes en franco desuso.

Uno de esos rituales era la veneración por la máscara: volvemos todos a enmascararnos. Lo explicó luminosamente Octavio Paz en «El Laberinto de la Soledad» (aunque la idea se la plagió al exiliado español José Moreno Villa). Máscaras no para ocultar sino para venerar: los matachines, la lucha libre. Todas estas máscaras consagraban la comunión de los oficiantes. Invitaban a la adhesión popular. Sin embargo, los tapabocas y las mascarillas, nuevas máscaras, invitan a distanciarnos unos de otros: son la consagración de la individualidad.

¿Entonces cómo expresaremos empatía los regiomontanos (una necesidad que tenemos como pueblo) si en menos nos han abolido nuestros rituales de cortesía? ¿Podremos trasmitir afecto, confianza, buena estima, sin ser tocones? ¿Sin abrazos, ni besos ni palmadas en la espalda?

La respuesta es sí, porque a veces, estos rituales que consistían en ofrecer simbólicamente la casa propia, ponerse a las órdenes de cualquiera y manosear sin límites al otro, eran formalismos huecos, vacíos, que sustituían el proceso creativo de crear amistades auténticas y lazos afectivos profundos. La vida comunitaria, tan característica de Monterrey, encontrará pronto nuevas formas de sentir y expresarse: para eso nos pintamos solos.

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