LOS COHETES Y EL DON DE PROMETEO

Francisco Villarreal

Hay una cosa que recuerdo muy vívidamente de los inviernos en mi infancia: las fogatas. El desabrido fuego de un fogón de gas y hasta la suculenta brasa de una parrillada, no despiertan la fascinación de aquellas fogatas nocturnas. La visión es hipnótica. El fuego, la brasa, la ceniza y la leña a medio quemar y rezumando resina, crean un universo que, a pesar de consumirse, se antoja más vivo que antes de la primera chispa. Sin conocer aún el mito de las salamandras, podía inventarlo.

El fuego debe tener una relación muy íntima y muy antigua con la especie humana. De hecho se suele referir el inicio de la civilización con la “domesticación” del fuego. Hay quienes alucinan como un acto sublime imaginar a un hombre primitivo sacando chispas de palitos o piedras. Otros Abel, Caín y Abraham quemando ofrendas. Yo me quedo con Calínico batiendo la mezcla de su fuego marino, el arma secreta del Imperio Bizantino. El todos los casos, al fondo del escenario está el verdadero protagonista, el fuego.

En estos momentos, en la isla canaria de La Palma, un volcán activo sigue vomitando lava y cubriendo grandes espacios urbanos. Los palmeros están entre sofocos, tremores y estruendos un día sí y otro también. Su fascinación por el fuego debe ser semejante a la de todos, pero su comprensión de ese elemento liberado debe ser mucho mayor. Un volcán también es una chispa rebelde reclamando su estatus, aclarándonos que el don de Prometeo no fue un regalo sino una advertencia.

Esa advertencia divina también la desoí yo de niño, porque no me conformaba con meter leña húmeda para que reventara en el fuego, también me gastaba el tostón del recreo en cohetes de a dos por cinco. El victorioso humanito esgrimiendo el fuego y el estruendo volcánico. Apoyado, eso sí, por una caja de cerillos Clásicos, Talismán u Olé. Pequeñas antorchas para el insensato mocoso.

No entiendo por qué la fascinación por el fuego me llevaba también a intentar reproducir el estruendo de la tormenta. Sí, son muy bellas las luminarias coloridas que inventaron los chinos, aunque además les dieron un uso bélico muy sangriento. Alguna vez también caminé, peregrino y devoto, detrás de un estandarte guadalupano, al son de cánticos, matachines y cohetones. Y claro que disfrutaba la sordera de Navidad y Año Nuevo tronando palomas de a peso. Ya de viejo cambié de idea y quise ser solidario con los animales. Pero lo entendí mejor hasta que una noche, en plena paranoia social por la violencia de los narcos, a un vecino se le ocurrió celebrar encendiendo cohetes. Cuando salí a ver qué sucedía, vi al vecino con cara de sorpresa, detrás del humo de la pólvora, y apenas acertó a decir: “La cagué, ¿verdad?” Ambos éramos animales asustados.

Poco a poco trato de desmenuzar el acertijo. La vieja tradición no celebra lo que ya es una fiesta, como las salvas de artillería honran lo que ya es honrado. La visión de fuegos coloridos es más bien una ilusión contenida por rayonear el cielo nocturno, por salpicarlo de estrellas fugaces que nunca cumplirán deseos. Hay algo en la alegría que nos empuja a callarla ensordeciendo, a ocultarla cegándonos. Y poco a poco llevamos esto a extremos ponzoñosos.

Hoy la pirotecnia sigue siendo bella, como las serpientes venenosas son bellas. Pero se ha quitado la máscara de fiesta para exponer un rostro nada agradable: contaminación acústica, visual, química… Una actividad de riesgo para quienes la practican, para la fauna, para las mascotas, para algunos enfermos crónicos. Y en el fondo de este escenario catastrófico, el protagonista, el fuego.

Sé que por pensar así habrá quien me incluya en la “generación de cristal”. No es necesario. Cada generación se rompe en su momento, así sea de acero. Y hay tradiciones que deben romperse porque ya no nos pertenecen. Ya no tienen sentido, si es que alguna vez lo tuvieron. Esta fiesta tóxica de fuego y estallidos no causa alegría, la condiciona.

Celebro que en el área metropolitana de Monterrey se haya prohibido la venta de pirotecnia, cada vez más vistosa y peligrosa, por cierto. No me ilusiono. No faltará, como ya ha sucedido, algún lugar dentro o fuera del estado en donde se pueda comprar con toda libertad. El verdadero problema no es dónde la vendan sino dónde la usan. Mucho me temo que en estas fiestas de Navidad y fin de año no nos faltarán los exabruptos, una buena dosis de contaminación extra, uno que otro incendio, y algunos, tal vez muchos, perros aterrorizados y extraviados.

Antes me preguntaba por qué estas épocas decembrinas suelen ser también tan depresivas. Hay una alegría bastante triste en el ambiente. Tal vez sea que reproducimos fórmulas para expresar nuestra alegría, y cuando tronamos el último cohete, quedamos con la duda de si eso era alegría o desesperación… Yo ya no tengo ninguna duda.

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