Monterrey y la Santa Cruz del humilladero

Paco Villarreal

Hasta hace no pocos años, las tampiqueñas Cuca, Gudelia y Laura, con ese fantástico trío de voces que parecía una sola voz, daban identidad regional a eventos y transmisiones radiofónicas regiomontanas con la canción “Monterrey, tierra querida”, del jalisciense Pepe Guízar. Acostumbrado al acordeón de don Toño Tanguma, sí me parecía un poco fuera de lugar la comparsa de mariachis que acompañaba a “Las Tres Conchitas”, a don Pepe y a los tamazuleños hermanos Záizar. Más cercano me parecía el clásico del potosino don Severiano Briseño, tanto que el “Corrido de Monterrey” ya se acepta casi como un himno nuevoleonés. Aunque eso de corrido es muy relativo, porque aunque las estrofas parecen regulares, la métrica es extraña para el género, hasta parecería dictada por arpegios. Pero no tan extraña como su antítesis en el “Corrido de Juan Colorado”, tan escrupulosa además. Muy mi gusto, pero yo prefiero las estrofas tradicionales del corrido, con su métrica con sabor medieval.

Pero, “pelillos a la mar”. A don Pepe, el “Pintor musical de México”, se le puso hacerla de cartógrafo a fuerza de guitarrazos. Y don Severiano hizo lo mismo, aunque para mí nada supera a su extraordinaria canción “El Sinaloense”. Ambos compositores, agrimensores musicales del país, debieron conocer cada lugar al que cantaban, en este caso Monterrey. Ambos compositores describen a la metrópoli reinera como un verdadero paraíso. Aunque fueron demasiado complacientes para el orgullo local, sí hay que calificarlos con un “diez” como promotores turísticos y acuarelistas del “Do-Re-Mi”. Lo que en verdad me llama la atención es que en estas piezas tan queridas para los nuevoleoneses, Nuevo León sea apenas una coordenada cartesiana necesaria para ubicar a la protagonista: Monterrey, la Sultana del Norte. Hasta don Severiano, que destaca al entonces tan importante y ahora tan maltratado barrio de “San Luisito”, refriega sus versos con loas a Monterrey.

En aquellos tiempos la diversidad cultural de México era más un objeto turístico que una realidad asumida oficialmente. En el cine veíamos dos arquetipos dominantes: el charro meridional, y el vaquero norteño (visualmente muy agringado, por cierto). Nuevo León no era Nuevo León; Nuevo León era Monterrey. Don Ismael Rodríguez nos hizo el favor de mostrar que esa identidad era un error (“La Oveja Negra”, “No desearás la mujer de tu hijo”). Don Lalo González lo reiteró con su personaje “Piporro” (su “cuera tamaulipeca” sólo confirma la vecindad y consanguinidad norestense) y con el mítico pueblo de “Perros Bravos” (¿Apodaca?, ¿Anáhuac?), contraparte canina del muy real pueblo de “Gatos Güeros”, en Linares.

A pesar de todo, Monterrey sigue asumiendo la identidad estatal. Es un poco regresar al pasado para recuperar los monstruosos límites originales de la pretenciosa Ciudad Metropolitana, que sigue siendo pretenciosa y presuntuosa. Para efectos prácticos, Nuevo León es Monterrey, sede de los poderosos poderes estatales, políticos, religiosos, e incluso los económicos agazapados en San Pedro. Más allá de los límites de Monterrey, todo es Cuautitlán. No lo dijo la “Güera” Rodríguez, pero cualquier güerito “regio”, así haya migrado desde Perros Bravos o Gatos Güeros, podría decirlo con convicción, a gritos por encima del ruido del antro que frecuenta diez de las siete noches de la semana (excepto el domingo).

El gobierno estatal, desde hace siglos, ha favorecido esa confusión de una identidad en otra. La burocracia, comodina por naturaleza, centraliza todo. Esto hace que todo gire alrededor de la capital del estado, sede del poder estatal que se comparte con avaricia con el Ayuntamiento capitalino. Poco se ha hecho por una verdadera descentralización. Al contrario, cada gobierno ha procurado “engrandecer” la imagen de la ciudad metropolitana, ahora incluyendo los territorios que la urbanización ha devorado. En cada punto cardinal, donde termina lo urbano, hay una cruz virtual, el humilladero tradicional del caminante, donde se marca el linde entre la civilización y esa barbarie domesticada de ranchos, quintas y paseos campestres. Hacia dentro de esas marcas, todos somos “regios”, el primer mundo del tercer mundo.

Yo nací en Monterrey. Mi primera respiración fue de oxígeno y humo de la Fundidora, que estaba a unas cuadras de casa; sin embargo mi niñez y adolescencia fueron rurales. Entiendo perfectamente la diferencia. Entonces llego a la celebración de los 425 años de la fundación de Monterrey. Desde San Nicolás, donde ahora vivo, fantaseo con el festival Santa Lucía y algunas ceremonias alusivas al aniversario. Pero, ¿y mi identidad como regiomontano nativo? Pues no, no la conozco. La confusión de una ciudad con un estado me abruma. No sé cómo era un regiomontano, no sé qué tradiciones tenía, no sé qué comía, qué bebía, cómo se divertía, cómo se vestía. Apenas recuerdo vagamente la noción del “barrio” citadino, una organización social más humana, orgánica, práctica y hasta políticamente útil que el frío trazo urbano. Se desvaneció de mi memoria aquella vieja ciudad tan pueblerina.

A propósito de esta, y de prácticamente todas las celebraciones a la ciudad de Monterrey, se ensalzan las virtudes del regiomontano, pero son las mismas que se le pueden atribuir sin demérito a cualquier nuevoleonés, a cualquier norestense, a cualquier norteño. Un medio ambiente, sobre todo si es hostil, forma un carácter singular y correspondiente. ¿Comer cabrito, machacado y carne de res asada? No; los precios de cada cosa son prohibitivos. ¿Ser exageradamente ahorrativo? No; no se puede ahorrar lo que no se tiene, y con sólo pagar un par de servicios necesarios es suficiente para pulverizar cualquier tentación por el pecado de la avaricia. ¿Ser trabajador? Eso sí, como cualquiera que tiene la suerte de tener trabajo y quiere construir un patrimonio, aquí y en cualquier lugar del mundo. ¿Ser amigable, solidario, hospitalario? ¡México entero es famoso por eso!

Soy regiomontano, no “regio”, pero no sé cómo ser un regiomontano sin invadir la identidad del resto del estado. Mientras Monterrey recupera su dignidad e identidad propias (en seguridad pública, por ejemplo), procuraré considerarme solamente reinero en honor a la ciudad que me acunó y al pueblo que abonó a mi crianza. Y que la Santa Cruz del humilladero siga, sólida y magnífica, donde ha estado por siglos, en Cuautitlán.

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