El síndrome de Jericó

El azar me llevó a comprar una casa muy cerca de donde hace muchos, muchos años pasé mi infancia. Tiene sus ventajas el retorno al origen. Se ahorra uno esfuerzo para ejercer descaradamente la nostalgia. Caminar sobre el cemento y el asfalto ya no es tan deprimente. Por debajo está vivo el recuerdo de la hierba, las veredas, los caminos polvosos, las sombras largas de mezquites, huizaches, ébanos y anacuas; las espigas de maíz rascándole la espalda a la tarde. Alrededor, el debate estridente de los zanates, los arrullos de palomas y tórtolas, mugidos, balidos, ladridos, un lejano radio de transistores sintonizando la novela de la tarde… Son instantes preciosos, como abrir un viejo baúl. Pero la realidad es más intensa, puede arruinarlo todo. ¡Y lo hace!

Desde las pasadas campañas electorales, el tema del medio ambiente fue lugar común. Aunque abordado con distinto entusiasmo por cada candidato, sí se intensificó la verborrea ambiental entre alcaldes y legisladores luego de los viajes a Escocia del gobernador García, y del presidente municipal de Monterrey, Colosio. El tema es importante sin duda; yo diría que urgente. Además inevitable, toda vez que las alertas ambientales por mala calidad del aire se emiten a pasto, como monedas devaluadas.

Ni hablar del agua, que mientras escasea en las tuberías domésticas, sí abunda en las fugas y en las tuberías de grueso calibre de varias empresas locales (agua que, por cierto, consumimos más cara tras ser procesada como refrescos, cerveza, o sólo “purificada”). Cualquiera de nuestros ríos y arroyos naturales refleja el verdadero rostro de la ciudad: basura, contaminación, desidia y decadencia. No, no es un bonito rostro. Una ciudad vieja y maquillada que no tiene derecho a la nostalgia.

Para colmo hay otra contaminación todavía más insidiosa. Una que invade hasta el último rincón de cada hogar. Imposible evitarla como no sea contaminando todavía más. Sí, ya sé que quienes me conocen dirán que ya soy pura monomanía, porque me refiero por enésima vez al ruido. Y no es la naturaleza la que lo causa, ¡nosotros mismos lo hacemos y lo padecemos!

En esta pequeña región del infinito en donde vivo, me tocó la maldición de tener una media docena de vecinos especialmente ruidosos. No hablo del ruido necesario de autos, herramientas, aparatos domésticos… o del “panadero con el pan”. Me refiero al ruido deliberado de música muy similar al volumen de un antro o un espectáculo masivo. Los jueves, es habitual un vecino que hace “fiesta”, con música en vivo, y que prolonga hasta casi el amanecer. Este sábado/domingo, otros vecinos hicieron los honores a la cacofonía madrugando con música y cantos más intensos que afinados. Pero este domingo fue ya el colmo. Desde poco antes de las 11 AM empezó un vecino con música a todo volumen, al que se sumó otro, casas adelante, y luego otro dos casas más allá. Dos callaron entre tres y cuatro horas después, uno siguió con el mismo ímpetu. Esto es un ejemplo apenas de la gravedad de inconsciencia de muchos. Y no menciono al grupo musical de la otra cuadra que eventualmente ensaya por las tardes, ¡con amplificadores!

Es inútil tratar de convencer a esta gente de que lo que hacen no sólo es una grosería, además es una agresión a la salud física y mental, ¡hasta de ellos mismos! “Estoy en mi casa”, es el pretexto más común. Sí, pero el ruido que generan no se queda dentro de sus casas, ¡sale y todo lo ensucia! En San Nicolás, donde vivo, puede uno llamar a la policía para reportar el ruido. Si hacen caso, es posible que lleguen mucho tiempo después a callar al ruidoso con amenaza de multa, pero con frecuencia llegan tarde, ya que el escándalo terminó. Cuando se inició esa opción, hace años, creo que no había multas. Luego supe que se implantaron pero a pagar con el predial. ¿Un castigo meses después de la infracción? ¡Qué absurdo!

Ahora se estilan citatorios y el castigo es un poco más severo. Pero el ruido no se combate de oficio sino por denuncia. Con esto se crea un ambiente peor en los barrios: desconfianza y agresividad latente o manifiesta. Ya lo sufrí yo por un reporte que ni siquiera hice. La denuncia lo único que logra es discordia en los barrios, que deben ser la base de la cohesión social, el germen de la organización ciudadana, el reservorio de la identidad y la tradición. Sí, el combate a los ruidosos es necesario, urgente, pero el infractor nunca culpará al gobierno municipal por eso, sino al vecino que lo denunció, y si no está seguro de quién fue, culpará al más débil o al que le caiga peor… como fue en mi caso. El municipio se embolsa la multa, y el presunto denunciante la bronca.

Si el ruido es un contaminante que sólo podemos acallar haciendo más ruido (como el duelo de este domingo entre mis vecinos); si está científicamente demostrado que es tan peligroso que afecta la salud de la gente, sobre todo en los enfermos crónicos; si afecta la plusvalía incluso; si es una infracción a los reglamentos municipales que es evidente para cualquiera que pase cerca, una patrulla, por ejemplo; ¿por qué endilgarle al vecino toda la responsabilidad obligándole a denunciar y crear fricciones donde debería haber tranquilidad? Con estas denuncias, lo único que se hace es convencer a los ruidosos que no hacen nada malo, y que su eventual multa es por culpa de un vecino amargado y de mala fe. Es decir: generar crispación social. ¿Quién tiene la culpa? Pues diputados locales y cabildos que legislan y reglamentan a medias.

Como a las 5 PM el solitario ruidoso, no calló, pero al menos bajó el volumen un poco. Y así siguió hasta estas horas, las 9:15 PM, cuando redacto este estrepitoso texto. No pude ver (oír) una película completa. Me ganó la curiosidad de esperar (con el más puro morbo) para cuando alguno de los estentóreos de mi calle pusiera las nuevas rolas de Nodal y Belinda. Pero ni eso: pura rola refriteada.

Mi casa es mi castillo. Sí, pero si cayó Jericó, cuantimás mi casita de interés social o mi precaria salud. Sólo espero que ninguno de mis ruidosos vecinos se llame Josué…

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