De reineros, regios y arios

Por Paco Villarreal

Hace años tuve una discusión creativa y amigable con mi extrañado y querido Ricardo Espinosa (“¿Cómo dijo?”, “En la punta de la lengua”). Surgió por la proliferación del gentilicio “regio” para los “regiometropolitanos”, que amenazaba con extenderse a todo el estado. Ricardo aceptaba en principio la acepción de entonces y su eventual expansión remitiéndose al antiguo nombre del estado, Nuevo Reino de León. Yo le argumentaba que si los escrúpulos decimonónicos republicanos no consideraron esa referencia monárquica del Estado, tal vez algunos nuevoleoneses la recordarían, pero fuera del estado no. Lo importante no es cómo nos llamemos a nosotros mismos sino cómo nos identifican los demás. Lo de “regio” lo entendería en todo caso por Monterrey, unos tristes 300 y pico de kilómetros cuadrados asfaltados y contaminados; justificando el carácter ahorrativo nuevoleonés se tragaron “montano”, pero no más. “Regio” me parecía muy pretencioso (mamilas) por la acepción básica del término, y más pretencioso querer imponerlo a toda la metrópoli y, en ese entonces, a todo el estado. El centralismo regional pavoneándose, el caciquismo capitalino local.

Le decía a Ricardo que yo soy regiomontano porque nací en Monterrey, y nuevoleonés de la misma categoría que un sabinense, arroyense o jimenense. Si quisiera presumir un pasado nobiliario, me asumiría en todo caso como “reinero” y no “regio”. No lo convencí del todo, pero coincidimos ambos en que, por desgracia, muchos términos los impone el uso, aunque sean absurdos y acaben desplazando los términos adecuados. Roberto Gómez Bolaños podría dar fe de ese fenómeno.

Lo que realmente me incomodaba de aquel regio-nalismo, era que lo sentía como una réplica de la eterna queja de la “provincia” mexicana respecto a la Ciudad de México. Repetir esa fórmula, en un ámbito más pequeño y compacto, es prácticamente reduplicarla. Nos quejamos ya proverbialmente de los chilangos (dicho sea como gentilicio, no como insulto), y no consideramos que la Ciudad de México es ya un mestizaje de capitalinos y provincianos. Hay, claro, chilangos autóctonos. He conocido algunos detestables, pero he conocido a otros extraordinarios. Igual que en Chilangolandia, en Regiolandia también cocemos bien las habas, y he conocido compatriotas “regios” más indigeribles que la cáscara del tomate. También aquí hay mestizaje “provinciano”, y no faltan “regios” que presumen su origen municipal-rural como sello heráldico, aunque lo “regio” los haya incapacitado ya no sólo para respetar a la Naturaleza, también para estar más de un fin de semana en ella.

Cuento esto porque estamos en las vísperas de una transición administrativa en Nuevo León. No digo transición política porque realmente la administración de un país, estado o municipio, no perfila la filiación política de sus ciudadanos. Comparativamente, la militancia de los partidos, aún los que se maquillan como “movimientos” sociales (tenemos al menos dos), es una minoría muy mínima comparada con la totalidad de los ciudadanos electores, y todavía más respecto a la población total. Sin embargo, los gobiernos actúan como si en verdad respondieran al mandato de todos. Una parte de los ciudadanos de Nuevo León votó por Samuel García, y quiero suponer que al hacerlo avaló su sofisma de campaña que pone a los nuevoleoneses (“regios”, infiero), por encima de los demás estados de la República, un poco nuevos arios con melanina marca Simi. Si esta es la premisa del nuevo gobierno estatal, estaríamos en la ruta de repetir también, en corto, aquel del desprecio del que nos quejamos durante años respecto a la capital del país. O más bien, acentuarlo, porque ya lo hemos ejercido contra los municipios que están más allá de los límites del área metropolitana. No habría salvación para ese otro Nuevo León, el más auténtico, por cierto.

No sé si los nuevos “regios”/arios, los que votaron por Samuel, hayan pensado en que esa superioridad casi étnica que se propuso, está sustentada en un desarrollo económico que produce cosas tan indigeribles como la cáscara del tomate. Reditúa más, por supuesto, el crecimiento industrial. Sí, pero produce cosas que no se comen (riqueza no es sustentabilidad). No me veo calmando mi gula de media tarde chupando las balatas de un auto de marca coreana.

Sí, Samuel recorrió municipios rurales. Zonas difíciles para la promoción política. Más cuando el candidato como personaje estaba diseñado para “regios”, esos para los que lo rural no va más allá de las cajoneras de la sección de frutas y verduras en el super. Tiene, o al menos planteó propuestas, que espero que ahora cumpla y mejore incluso en municipios que no lo favorecieron. Decía mi agüelo que el poder cambia a la gente, que a los buenos los hace malos; a los malos, peores; pero a veces, raras veces, “los hace entender a los jodidos”. Espero que sea el caso y Samuel se quite la etiqueta de “regio”, se ponga la casaca de nuevoleonés, y asuma la transición administrativa, no política ni social. Sobre todo no social, porque insistir en esa superioridad “regia” regional sólo es un populismo chafa para desdichados sin autoestima y con un pasado amnésico. Fomentar esa idea, es precipitarnos al abismo de disolución de nuestra verdadera identidad para construir otra completamente falsa.

Ya si quiere asumir ese pasado nobiliario (paradójicamente tan popular) que García Sepúlveda se asuma ceremonialmente reinero. Regio no, porque Monterrey no es Nuevo León, hace mucho dejó de ser parte del estado para convertirse en “la capital”, esa odiada y odiosa madrastra de los provincianos.

Pero veremos cómo pinta ese próximo nuevo Nuevo León “regio”. Claro, si Dios, la Virgencita, los tribunales y la FGR dan su licencia.

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