Debanhi, Aylan, Foley: la furia de las imágenes sosegadas

Eloy Garza González

Joan Fontcuberta es un artista de la cámara y un teórico de la fotografía. Ayer terminé de leer su libro: La furia de las imágenes (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2019). 

Con Internet y los celulares, pasamos de la fotografía a las imágenes. 

La práctica masiva moderna no consiste en tomar una fotografía, sino en captar una imagen. 

Sumidos en una producción masiva y apabullante de imágenes, navegamos por la red a velocidad de vértigo. 

Al mismo tiempo, la inflación de imágenes nos obliga a economizar nuestra atención. 

No podemos dedicarle ni siquiera unos segundos a tantas imágenes que nos saltan por sorpresa en el timeline de Instagram o Facebook

Dedicarle un segundo a cada una de las imágenes que se suben durante 24 horas a Instagram nos llevaría 85 años de vida. 

De manera que nos adiestramos para ser selectivos. 

¿Entonces por qué algunas imágenes se vuelven icónicas y otras (la mayoría) pasan desapercibidas? 

Y sobre todo: ¿por qué algunas imágenes, entre millones que circulan en la red, se tornan imborrables para la memoria, activas y furiosas? 

Me refiero a la imagen del niño kurdo Aylan Kurdi en short y playera (2015) muerto boca abajo en las playas de Turquía, convertida en icono de la tragedia de los refugiados. 

Me refiero al fotograma del periodista James Foley (2014), de rodillas en el desierto, segundos antes de ser decapitado, convertido en icono del fundamentalismo terrorista. 

Me refiero a la imagen de la joven Debanhi Escobar (2022), en una carretera solitaria, en mitad de la noche, convertida en icono de las mujeres desaparecidas. 

Aylan, Foley y Debanhi, fueron seres humanos, expuestos a situaciones límites. Y sus imágenes forman parte de la cultura visual de protesta, de combate, en defensa de causas sociales de las que ellos son referentes en silencio:

1.- El feminicidio. 

2.- El  terrorismo.

3.- Los refugiados. 

Sin embargo, la furia de estas tres imágenes icónicas reside en su aparente apacibilidad. 

Aylan parece que duerme. 

Foley parece que ora. 

Debanhi parece que espera. 

Generalmente, la furia que irradian las miles de imágenes que inundan la red, lo representan explícitamente cuerpos mutilados, rostros desfigurados, cabezas cercenadas. 

El impacto es tan brutal, tan convulso, que volvemos la mirada a otra parte. 

Pero la furia de Aylan está en la ternura que trasmite. 

La ira que despierta Foley está en el sosiego de su rostro. 

El coraje que nos provoca la imagen de Debanhi está en su desamparo expuesto, casi nostálgico. 

Aquí la furia que desatan en el espectador es implícita. 

Por eso nos cala más hondo. Simbolizan a miles de víctimas de la violencia en sus diversas modalidades, éxodo de refugiados, atentados, machismo, crimen. 

Las imágenes que inundan las redes no suelen tener significado de protesta política. 

Las de Aylan, Foley y Debanhi sí la tienen. 

Su serenidad inmarcesible es un arma cargada de reclamos aguerridos. Sutilmente le mientan la madre a quienes deberían protegerlos. 

Nos restriegan en la cara la indiferencia masiva por los refugiados a causa de la hambruna o la guerra; nos ponen el dedo en la llaga de nuestra cobardía ciudadana, nos gritan al oído y nos escupen a los ojos la apatía burocrática, la mediocridad de las autoridades, la corrupción gubernamental. 

Las imágenes de Foley (2014), Aylan (2015) y Debanhi (2022), serán puertas ardiendo eternamente. Fuego inextinguible. 

Por ellos, con ellos, pedimos justicia. 

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