Su majestad Andrés Manuel I

Paco Villarreal

Alguna vez escribí en este espacio que mis abuelas me contaban un cuento, el mismo siempre pero siempre distinto. Aunque cambiaba, los personajes eran los mismos, pero pasaban de protagonistas a deuter o tritagonistas, dependiendo del humor, el clima, la fecha, etc. Entre los más recurrentes estaban reyes, reinas, príncipes y princesas. Mi niñez bien que estuvo saturada de propaganda monárquica. Los reyes y las reinas podrían ser sabios, justos, ingenuos, buenos, malos, pero eran poderosos. Los príncipes y princesas siempre eran nobles, aún en el infortunio, y estaban lustrosos de virtudes, empezando por la belleza. Supongo que cuando los príncipes y las princesas se convertían el reyes y reinas, podían desembarazarse de la penosa carga de sus virtudes y ejercer el poder sin ese incómodo compromiso.

Siempre he visto con pueril interés las monarquías actuales. Despojado de mi inocencia, al menos en temas políticos, sigo curioseando en las monarquías que con frecuencia son más un asunto de la “prensa rosa” o la nota económica que de la política. Aunque las casas reales ya me resultan más bien patéticas. Sin hadas, brujas, ogros, gnomos, trasnos y demás fauna mágica, la sangre azul se ha decolorado mucho. Pero veo cómo el personaje nobiliario sigue influenciando a la niñez. No entiendo por qué la princesita de Fozen no podría ser mejor la hija del panadero. Por qué las niñas aman y quieren parecerse a alguna de las nueve princesas de Disney (no, no son doce). Podrían ser más edificantes la heroica Hua Mulan, la voluntariosa Catalina de Erauso, o Zenobia de Palmira, esta sí reina, y además emperatriz y filósofa, una estadista que dejaría muda a la fatua e intrascendente “prensa rosa”. Pero no: seguimos fascinados por una nobleza obsoleta y fantástica.

La semana pasada estaba en ociosa búsqueda de notas nobiliarias cuando, ¡sorpresa!, me entero que un diputado local en Veracruz, morenista, opinó que deberíamos invadir España e imponer una república. La ironía, bastante inapropiada, tuvo reacciones inmediatas en contra, y el sujeto “arregló” su comentario sugiriendo nombrar rey a Andrés Manuel López Obrador. La indignación que siguió, sazonada con las acostumbradas burlas al mandatario, fue apenas un gag mediocre dentro de la mojiganga en la que se ha convertido la política nacional. Cada día se generan notas como estas, igual de intrascendentes, dignas de la “prensa rosa”. Ante ellas, suena más relevante la súbita desaparición de Belinda de la cuenta de Instagram de Christian Nodal. Así se imponen incertidumbres gratuitas al respetable pero ingenuo público para tenerlo sobre ascuas durante un tiempo, hasta que quien sembró la duda termina despejándola.

El mentado diputado jarocho, por más señas un pésimo libretista de comedias, sólo había ironizado sobre la invasión a España. Una crítica muy desafortunada, por cierto, porque una república ya no excluye a una monarquía, la acota, como ya sucede en España y el Reino Unido. Añadir la posible entronización del presidente López fue más bien una provocación en la que muchos derechairos cayeron redonditos, o más bien cuadraditos, porque es evidente que tienen mentes angulares. El régimen de la 4T es sustancialmente incompatible con una monarquía; asumirla desmantelaría ese proyecto. Si acaso, y si se sigue bloqueando el ejercicio de la democracia participativa, se corre el riesgo de caer en una dictadura no personal. Lo bueno es que ese sistema de gobierno no nos es ajeno, es el que hemos tenido en México desde que cayó la dictadura de Porfirio Díaz e inició la “dictadura perfecta” que señalaba Vargas Llosa, esa que se perfeccionó más con esa “alternancia” a la que sólo estaban invitados dos partidos. Aunque el tema, me temo, no es político sino económico. México, sin ser monarquía, se convirtió en una república de reyezuelos temporales llamados “presidentes”, acotados, eso sí, no por la representación popular en el Congreso, sino por los mentados “poderes fácticos”, especialmente el de los “principados” económicos nacionales e internacionales.

Lo he dicho muchas veces: no aseguro que López Obrador sea el mejor presidente de México, ni siquiera que sea bueno, pero comparado con al menos media docena de antecesores sí es mejor. Sobre todo considerando que nunca antes un presidente tuvo que gobernar a contracorriente, es decir, enfrentando a una oposición sin ideología como no sea la de sabotearlo. Pero volviendo al tema nobiliario, la “egoísta clase media aspiracionista” ya tiene nuevas notas “rosas”: el príncipe azul (azul panista) Ricardo Anaya insiste en robar cámara y se dice perseguido político; otros principitos variopintos van ante la OEA a denunciar una “narcoelección”. ¡Vaya cosas! Una implica la exigencia de no aplicar la ley; la otra reclama lo que las mismas “casas reales” omitieron, soslayaron o promovieron en el pasado. En ambas “denuncias” veo circunstancias, incidencias, coincidencias, pero no he visto evidencias. Si acaso una: miles de mexicanos enterrados en fosas clandestinas, y la data empieza muchos años atrás. Lo que supondría que sí hubo una narco-monarquía, y funcionarios criminalmente ricos y asquerosamente corruptos. 

Insisto, me divierte mucho la “prensa rosa” y sus notas nobiliarias. Pero este frenesí partidista por imponer, aquí sí, esa especie de monarquía hereditaria no consanguínea que antes ejercían, no es divertido sino alarmante. Así que la ironía tan boba del diputado veracruzano resultó del peor mal gusto. Tal vez Andrés Manuel viva en un palacio, pero al menos, mal que bien, gobierna a punta de trompicones, codazos y zancadillas con los poderes Legislativo, Judicial y fácticos. Lo que menos necesitamos es que llegue un presidente y habite en una casa de gobierno, pero en realidad reine, como antes, cuando el Estado era un absolutista en Los Pinos. Lo bueno de todo esto es que están reivindicando los cuentos infantiles. Aquí sí, no sólo hay reyes, reinas, príncipes y princesas; también hay hadas, ogros, brujas, trasnos y sobre todo magia, mucha magia electoral.

¿Su Majestad Andrés Manuel I? ¡Vaya broma! Las carcajadas presidenciales de seguro que se escucharon hasta La Chingada… ese rancho en Palenque.

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