Carta a AMLO, ahora que tiene tiempo de leer | Eloy Garza

Por Eloy Garza González

Señor Presidente López Obrador: ahora que tiene tiempo para leer, le recomiendo un libro sobre don Gaspar de Guzmán, Conde-duque de Olivares. El libro lo escribí yo. Se titula: “La transición: Memorial del Cuarto Reinado” (2001). No es que yo fuera profeta, y que desde principios del siglo XXI, ya adivinara la anunciación de la 4T. Simplemente don Gaspar gobernó en el reinado del cuarto rey de España: Felipe IV.

Usted me preguntará, presidente, por qué le recomiendo leer sobre la vida de un gobernante español del siglo XVII que nada tiene que ver con usted: el Conde–duque es una figura remota, de otra época, otras circunstancias y otro continente.

Mi respuesta es doble: primero, a usted le gusta conocer la vida de viejos políticos para aprender de la historia. Segundo, porque debe saber qué pasa cuando una figura de autoridad intenta reformar sólo a medias el andamiaje del poder político.

El Conde-duque buscó la posteridad y acabó en un completo desastre: nadie como él simboliza a los reformadores, incapaces de escapar del centro de gravedad que los limita y los somete, con lo que acaban por ser destituidos, humillados y ofendidos; desgracia que los lleva –al menos en el caso del Conde-duque– a morir en soledad.

Cuando don Gaspar de Guzmán asumió el poder bajo la sombra de Felipe IV, pronunció dos frases reveladoras. Por una parte dijo: “El presente estado en el que nos hallamos, es por ventura el peor en que se han visto jamás”. Por otra parte proclamó sin tibiezas: “ahora todo es mío”. No exageraba en ninguno de los dos casos. El Conde-Duque combinó en su persona la visión autoritaria con la audacia del innovador.

En breve lapso (1622) Olivares lanzó una serie de iniciativas para transformar las instituciones, reestructurar el aparato de gobierno y sanear las finanzas reales. Dormía a duras penas cinco horas y trabajaba las restantes. Con la idea de renovar la moral de la Corte y reivindicar al pueblo, encarceló al duque de Oceda y al virrey de Nápoles, duque de Osuna, acusándolos de malversación de fondos. Es decir, de corrupción. Luego expidió un novedoso decreto, inventado por él, para que los burócratas presentaran en un lapso no menor a diez días su declaración patrimonial y de bienes, “porque la experiencia enseña que entran con poco y salen con mucho”.

También tuvo por primera vez en la historia la ocurrencia de recortar la burocracia, crear comisiones de gobierno, capacitar élites profesionales en cada rama pública (en eso hay mucho qué aprenderle) y aplicar una severa reforma fiscal cobrando impuestos de 5% a los patrimonios superiores a dos mil ducados. ¿Le parecen atractivas a usted, presidente, estas medidas? Cada una fueron inventadas por nuestro peculiar héroe.

Don Gaspar de Guzmán fracasó en todas ellas. Sus reformas disgustaron a los nobles, acostumbrados a robar del presupuesto real, beneficiados con cargos públicos que luego heredaban a sus hijos. En menos de tres años, el Conde-duque fue acusado de privilegiar a sus parientes y amigos cercanos, de malversar los recursos públicos que él mismo decía cuidar, de sustituir la vieja casta de nobles por otra casta de su obra y cuño.

Para entonces, el reformador era víctima del repudio popular, “sin honra e infamado por todo el mundo” como él mismo se describió. En lo sucesivo nadie volvió a mencionarlo. Sus enemigos se esmeraron en lincharlo moralmente como él quiso hacer con ellos. En los años posteriores se borró su nombre y se renegó de su obra. Las reformas impulsadas por él fracasaron. ¿Por qué? Porque, en el fondo, no pensaba modernizar el régimen sino revisar algunas cuantas instituciones, dejando intacta su naturaleza autoritaria. En el pecado llevó la penitencia: la España de los Austria no volvió a levantar cabeza. Tampoco el Conde–duque quien jamás consintió la mínima autocrítica y en su retiro en ciudad de Toro imprimió un librito titulado “Nicandro” en el que rechazaba cualquier error personal y achacó la responsabilidad de todos sus fracasos a la burocracia, que no quiso secundar sus planes reformistas. Pasó sus últimos años en el olvido, repitiéndose día y noche, sin dormir, una misma frase monótona: “estoy desengañado de lo poco que dura todo”. Murió en 1643

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