Eloy Garza
Dos parábolas para los candidatos a gobernador
Eloy Garza González
Relato dos anécdotas personales que pueden servir como parábolas a los candidatos a gobernador de Nuevo León. Por lo general, la moraleja se deja para el final, a criterio de cada lector, pero aquí lo haré desde el principio.
La primera parábola la titularé: “Parábola de la niña descalza en los Altos de Chiapas” y explica cómo las buenas acciones no se hacen para publicarlas sino para cumplir con uno mismo. Es el principio de la moral kantiana (del filósofo Kant) que todos deberíamos ejercer en nuestra vida personal. Las campañas electorales son la antítesis de la moral kantiana, tristemente.
La segunda parábola es más compleja. La titularé “Parábola de Mito, el perro pedido” y explica cómo a veces la buena suerte no deriva de hacer las cosas bien, sino que a veces es solo eso; buena suerte. Es decir, que no se pare el cuello el candidato a gobernar que gane este proceso. A lo mejor su ascenso al poder local será fruto de la pura buena suerte (y mala suerte para los habitantes de este pobre Estado).
1.- Parábola de la niña descalza en los Altos de Chiapas.
Vivi una historia muy triste en los Altos de Chiapas, zona zapatista. Nos había mandado David de la Garza a una delegación de representantes de trece países de Americo Latina a equipar escuelas rurales con tecnología e internet. Al frente de la delegación iba un hombre recto, a quien conocí muy de cerca y pude avalar su calidad humana: Luis H. Alvarez, a la sazón 84 años bien vividos.
Viajamos de madrugada en una Van destartalada el viejo don Luis, unos tecnólogos educativos, un diputado del PAN (muy pedante) y yo. Se alzaba frente a nosotros la apretada selva chiapaneca. Cruzamos acantilados y brechas vigiladas por la gente del Sub-Comandante Marcos. Platicamos con los zapatistas en medio del chubasco interminable.
Arriba, en la cumbre de la montaña, una escuela y una pequeña presa. Los zapatistas nos dieron a escoger: o ponen energía eléctrica a la escuela primaria, o habilitan la pequeña presa. Las dos cosas no se podían porque sería como ceder a las seducciones del pinche gobierno represor.
Don Luis trataba de convencer a los encapuchados de que la gestión no la hacía el gobierno mexicano sino una delegación formada por trece países. No mentía. Pero los zapatistas seguían montados en su macho. Así pasaron varias horas. Los ánimos se caldeaban. Una cosa era el idealismo y otra las soluciones prácticas. No siempre combinan.
Yo me aparté de la mesa de acuerdos para asomarme por la vereda. Entre la lluvia, subían por la escarpadura dos niñas con una libreta. Venían empapadas y descalzas. “¿A dónde van?”, les pregunté. “A la escuela, señor”, me respondieron. Todavía se me hace un nudo en la garganta cuando las recuerdo. Vi los piecesitos de una de ellas: destrozados, un amasijo de carne enlodada.
Me quité mis zapatos y se los regalé. “Póntelos, mijita, de algo te servirán”, le dije. “¿Y yo?” me preguntó la otra, la más chiquilla. Atrás de mi, el diputado del PAN me veía burlón y soltó la carcajada. “Ya vez, eso te pasa por andar de populista”.
No notamos la llegada de don Luis H. Álvarez. El viejo había contemplado la escena en silencio. Don Luis era hombre de pocas palabras. Simplemente se quitó sus zapatos y se los regaló a la otra niña. “Ya compraremos unos huaraches cuando bajemos al pueblo”, dijo y se regresó descalzo a la mesa de acuerdos.
Esa noche, por el frío calador, por haberme helado los pies el día entero, sufrí unas calenturas terribles. Pero les juro por mi madre que han sido las fiebres que más he gozado en mi vida. Fiebres de dignidad; fiebres de orgullo y pundonor; fiebres de hermandad con los seres humanos que son mi prójimo.
2.- Parábola de Mito, el perro perdido
Antier le cortaron el pelo a mi perro Mito, uno de los pocos xoloitzcuintles que viven en Monterrey, así que le quitaron la correa con su placa. En la noche, el jardinero dejó la reja de la entrada abierta, de par en par, por accidente.
Yo, muy temprano el día de ayer, y sin darme cuenta, abrí la puerta principal. Mito salió corriendo. No me cercioré que no traía correa, ni que la reja estaba abierta. Regresé a mi cuarto a seguir durmiendo.
Así se construye la maldita fatalidad: con pequeños descuidos, extrañas casualidades, imperceptibles imprudencias, dosis letales de mala suerte. Más tarde llamé a Mito: nada. Le chiflé a Mito: nada. Le grité a Mito: nada. Mi perro se había esfumado. Me asomé por la puerta abierta. Vi la reja abierta. Mi tristeza abierta. La caja de Pandora abierta.
Salí a la calle sin saber a dónde dirigirme. ¿Ir a la izquierda? ¿A la derecha? Era como buscar una aguja en un pajar. Apenas me di cuenta que estaba descalzo, en mitad de la calle, impotente para tomar una decisión sensata. No hizo falta que avanzara mucho. Dos vecinos en pants traían a Mito con una correa. “Lo vimos en el parque solo, detrás de una perrita. Y descubrimos que era Mito”.
La tragedia no se presentó esta vez en mi casa. Pero estuvo cerca. Y la solución fue tan rápida, tan instantánea, que no dio tiempo de imaginar lo peor. Son errores imperdonables que a veces adelantan las tragedias pateadas por nosotros día con día. Hasta que llegan y ensombrecen la existencia para siempre.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.
.