Urge una Ley de Cultura para Nuevo León: ¿por qué no se ha legislado?

Eloy Garza González

Desde hace meses, quienes estamos interesados en la cultura de Nuevo León, sin desempeñar ningún cargo público en el gobierno del Estado, como Luis Martín, Ismael Vidales, César Morado, Dante Vargas, entre otros, hemos coincidido en la urgencia de crear una Ley de Cultura para Nuevo León. También he consultado a grandes expertos en materia legal como Ramón López Castro (gran ensayista además) quien propone más bien fideicomisos como la solución más óptima. 

Es inconcebible que no exista una Ley que integre los espacios culturales independientes y que obligue a la vinculación con los municipios para descentralizar la cultura, además de redefinir el sistema de becas locales. 

Lo primero que me vino a la mente fue cómo podría evitar esta ley (cuyo borrador ya lo tengo terminado), tanto  intervencionismo del gobierno y tanto burocratismo, con su correspondiente incremento de gasto corriente. 

Sin embargo, una ley de esta naturaleza le daría más rango institucional a nuestro patrimonio cultural y a nuestra comunidad artística tan vilipendiada y económicamente jodida.  

Como fuente de inspiración para esta redefinición del papel del Estado en la vida cultual de Nuevo León releí las memorias de José Vasconcelos. Intelectual y constructor de instituciones. 

Vasconcelos nos advierte en su tomo “El desastre”, que le urgía aprobar “La Ley que le serviría de norma al nuevo ministerio incluyendo su sector cultural”. Y luego agregó: no hay Secretaría sin legislación y la Ley que creó Vasconcelos (en su caso era de Educación), como él mismo escribe sin modestia: “… no dejé tema sin abarcar. Lo redacté en unas horas y lo corregí varias veces; pero el esquema completo se me apareció en un instante, como en relámpago que descubre ya hecha toda una arquitectura”. 

Tan admirable fue la legislación redactada por Vasconcelos, que el gran poeta italiano Gabriele D´Annunzio comentó que era “una bella ópera de acción social”. 

No seamos tan vanidosos como Vasconcelos para crear una Ley de Cultura para Nuevo León, porque tampoco tenemos su genio creador, así que nuestra legislación no sería resultado de una mente superior sino de muchos expertos nuevoleoneses en la materia. 

Quizá no acabará siendo “una bella ópera de acción social”, pero sí una reglamentación clara y eficaz. Y con ese fin, el Estado no deberá monopolizar los canales culturales, ni dejarlos al libre mercado, porque entonces la cultura se convierte en mercancía, sometida al juego de la oferta y la demanda, con rendimientos exclusivamente utilitarios. En la cultura no existen los cluster empresariales y menos debemos someternos a ninguna ley de fomento a la inversión y al empleo. Esas jaladas aplican para Kia no para que Patricia Laurent Kullick escriba sus admirables novelas. Son ámbitos diferentes No se hagan bolas. 

Desde que el escritor francés André Malraux creó en 1958 el primer Ministerio de Asuntos Culturales de la V República, en los linderos del parque de Versalles, se ha desplegado una larga tradición de dependencias para el fomento cultural. Los nuevoleoneses debemos conocer este bagaje histórico universal para preservar sus aciertos y no incurrir en sus errores. 

“El Estado no está para dirigir el arte – decía Malraux—sino para servirlo”. Sin embargo, los Ministerios de Cultura nacieron con una falla de origen que sigue siendo la constante: la escasez del presupuesto asignado. A Malraux sólo le dieron 0.43% del presupuesto del gobierno del Presidente Charles de Gaulle.  

Vale la pena rememorar la Ley de Cultura que diseñó Malraux en su cargo como Ministro: “Hacer accesible las obras capitales de la humanidad y en primer lugar las de Francia, al mayor número posible de ciudadanos, de asegurar la mayor audiencia al patrimonio cultual y de favorecer la creación de obras de arte y del espíritu que la enriquezca”.    

Desde su horizonte histórico, la Ley de Cultura de Malraux nos deja un par de lecciones para la creación de nuestra propia Ley. Por un lado, su función primordial en la hechura de políticas públicas para asegurar la mayor audiencia al patrimonio cultual y favorecer la creación de obras de arte, porque no debe dejarse esa función sólo a los grandes actores económicos. 

Por otro lado, volver accesible las obras capitales de Nuevo León, es decir, asumir la cooperación cultural para promover sí a Alfonso Reyes pero también a los artistas pioneros regionales como Alfredo Ramos Martínez, Federico Cantú y Fidias Elizondo, cuya exposición por cierto, recién montada en la Pinacoteca de Colegio Civil, es espléndida. 

Y si Malraux buscaba una vía francesa para la cultura, busquemos nosotros una vía regiomontana para la cultura. ¿Cómo? De la misma manera como Malraux lo señaló en su documento rector Acción Cultural: “transformar un privilegio en bien común”. 

El éxito de una Ley de Cultura de Nuevo León está en la transversalidad. ¿Qué significa esto? Que en su concepción participen una amplia gama de  instituciones con objetivos y programas afines, que sumen agendas de trabajo, recursos humanos y financieros para alcanzar metas comunes. Y, sobre todo, rechazando el protagonismo nocivo de los jerarcas burocráticos, “despreciables montoncitos de secretos” según la peculiar definición de Malraux sobe los burócratas mediocres. 

Para ello, desterremos los malos hábitos de la gestión burocrática-jerárquica por las virtudes institucionales de la gestión creativa.  

En un discurso de 1964, André Malraux pidió “compartir con todos lo que llevamos en nosotros mismos. Tenemos que reunir el mayor número posible de obras para el mayor número de personas”. Esa es la mejor definición de política cultural que podríamos imaginar con la Ley de Cultura para Nuevo León, cuyo proyecto, repito, ya lo tengo casi terminado en su primer borrador. 

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