Un recuerdo personal de José Emilio Pacheco

Eloy Garza González

Aturdido por tanta crisis hídrica, broncas carcelarias y polarización, hoy prefiero salirme del infierno y recordar a José Emilio Pacheco, uno de los grandes escritores mexicanos. 

Fue hace muchos años, en Bellas Artes. José Emilio Pacheco se apoya con un bastón, avanza lentamente, como la tortuga de su cuento El viento distante. 

Es generoso con los saludos, humilde con los elogios, resignado a lo efímero de esa nada que se llama tiempo. 

Lo veo sentarse al lado de su mujer en la segunda fila de butacas justo cuando sube el telón y comienza La mulata de Córdoba, la casi olvidada ópera mexicana de José Pablo Moncayo, con libreto del poeta Xavier Villaurrutia y a la que Pacheco le ha dedicado un poema.

Nadie conoce en Villa de Córdoba los orígenes de esa mulata misteriosa, sin patria, que predice apocalipsis y de cuya choza emanan fulgores abstractos. Por eso le apodan Soledad. 

Los hombres la persiguen para seducirla, pero ella es inasible. A punto de ser linchada por la turba que la acusa de bruja, se refugia en el Palacio de la Santa Inquisición. En el muro de una mazmorra dibuja con gis un barco perfecto a donde se sube, y a la vista de todos, se pierde navegando entre los mares de fantasía.

Pacheco parecía un hombre ordinario, pero era misterioso como la Mulata de Córdoba. Decía que el fulgor abstracto de la patria es inasible, pero daría su vida por algunos puertos, montañas y tres o cuatro ríos. 

En muchos poemarios suyos, recogidos en su libro Tarde o Temprano, solía profetizar apocalipsis (“se derrumban los días, la fe, las previsiones/ en el último valle la destrucción se sacia). 

Su novela “Morirás lejos” (1967) es una evocación de holocaustos vistos en un parque, desde una ventana. Pero en el fondo, el pesimismo de Pacheco era de raigambre nostálgica: le pesaba el pasado, como el niño de los años 50, que es su alter ego, en su novela Las batallas en el desierto (1981).

Nunca quiso pertenecer a mafias literarias, aunque las rondó todas. No formó discípulos ni pontificaba sobre su literatura: decía que escribir le costaba horrores y neurosis múltiples. 

Lo persiguieron los mandones de las letras nacionales para seducirlo y afiliarlo a sus capillitas, pero su resistencia era natural: aborrecía la petulancia (“se reblandecen y se vienen abajo/ los monumentos erigidos para glorificar nuestra nada”). Por eso su columna en la revista Proceso la firmaba simplemente con sus iniciales: JEP. 

Cuando se le cayeron literalmente los pantalones del frac poco antes de recibir el Premio Cervantes, en Alcalá de Henares, se excusó diciendo: “Se me olvidaron los tirantes, es muy buen argumento contra la vanidad”. 

En otro poema repite esa misma respuesta, ahora en vena lírica: “no somos ni siquiera dioses caídos:/ sólo un puñado de polvo”.

Al repasar su obra poética, constato que a los buenos poetas los desvelan unos cuantos temas. 

En Pacheco eran las ruinas que deja el tiempo: “en mi penoso ascenso por el correr de los años/ ya estoy deshecho”. O los estragos que dejan los años en el propio cuerpo: “Pierdo un poco de sombra cada día/ y ya me alumbra el resplandor del hueso”. Tajante, pide abolir los cementerios: “Hay que acabar con los panteones y su intolerable perpetuación del olvido”. 

Luego anticipa sus exequias: “Como desde el nacer le decimos adiós a todo/ una vez más y siempre me despido”.

En su poema sobre la Mulata de Córdoba, Pacheco se imagina a una niña pintando el cuadro de un barco, “el más hermoso del mundo”. Dice que antes de abordarlo, la niña lo vio y le sonrió. 

Ahora somos nosotros, sus lectores, quienes por décadas vimos a José Emilio crear la nave de sus poemas, de sus cuentos y novelas, para subirse en ella y navegar de este mundo al infinito. Sé que nos mira y nos sonríe. 

Entonces ¿qué esperamos? Comencemos a dibujar nuestro propio barco en el muro de nuestras vidas. Y subamos tarde o temprano a él, para navegar eternamente por las aguas mansas del olvido.

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